Los delitos, los abusos de poder, la violación de derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario, las arbitrariedades, la insolencia, los múltiples desafueros, cometidos en el ejercicio del cargo de Presidente de la República de Colombia por Álvaro Uribe Vélez, no pueden quedar impunes, ni pueden pasar por alto en la frágil memoria de una sociedad adormecida y manipulada mediáticamente como la colombiana.

Uribe Vélez pisoteó la dignidad de amplios sectores sociales y políticos de Colombia durante sus ocho largos años de gobierno (2002-2010). Desconoció sus derechos, abusó de la primera magistratura para beneficio personal e impuso a como dé lugar sus arbitrarios procedimientos al mejor estilo de los dictadores tropicales.

La corrupción y el atropello fueron notas predominantes de su malhadado mandato, gracias a esas vías logró comprar a buena parte del Congreso de la República y desconocer la institucionalidad para imponer sus condiciones y caprichos.

En los dos cuatrienios del gobierno Uribe, Colombia quedó sumida en la condición de “banana republic”. Utilizó todo tipo de prácticas, artimañas, componendas y artificios para torcer la Constitución y la ley. Su autocracia dio para todo: sobornó congresistas para comprar su reelección en 2006 (el escándalo de la “yidispolítica”); prohijó y fue cómplice del narcoparamilitarismo que llegó a controlar prácticamente el órgano legislativo; puso al servicio de los paramilitares el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), institución además que le sirvió de instrumento para interceptar los teléfonos y celulares de dirigentes de oposición, periodistas, defensores de derechos humanos, magistrados y jueces, a quienes simultáneamente se les montó operaciones de inteligencia y seguimiento por considerarlos cómplices del “terrorismo”; fue proclive con los congresistas vinculados con la “parapolítica”, los cuales en su gran mayoría, eran sus amigos y aliados; violó la soberanía de Venezuela (secuestro del guerrillero Rodrigo Granda) y Ecuador (ataque del campamento de Raúl Reyes) en su guerra contra las Farc, en la que impuso su criterio de que “todo vale”, con tal de acabarlas; forzó a los militares a cometer delitos de lesa humanidad como los mal denominados “falsos positivos” para poder mostrar resultados en su estrategia bandera que denominó “Seguridad Democrática”; impulsó la delación entre ciudadanos generando un clima de crispación social; amnistió a 30 mil paramilitares y embolató las pruebas de los crímenes cometidos, extraditando a sus jefes a los Estados Unidos; entregó en forma desvergonzada la soberanía nacional al gobierno de Washington, al ofrecer por lo menos siete bases militares colombianas para uso del Comando Sur; y para completar, en el ámbito familiar, supo con habilidad favorecer a sus hijos mediante el negociado de una zona franca.

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