2 de Octubre de 2025

HACIA UNA POLÍTICA DE IGUALDAD SUSTANTIVA Y DE SUPERACIÓN DE LA POBREZA EN LOS TERRITORIOS URBANOS Y RURALES

Queridas compañeras y queridos compañeros:

He venido al Rincón Latino de Barranquilla, símbolo del trabajo solidario y de la organización comunitaria con la que la gente del común ha ido venciendo la pobreza, bajo el liderazgo del sacerdote salesiano Bernardo Hoyos, para presentar mi quinto mensaje al país, que consiste precisamente en un llamado y una propuesta para erradicar la pobreza, la miseria y el hambre de nuestra sociedad como resultado de crear una política de igualdad sustancial tanto en el campo como en las ciudades.

Me complace estar aquí en Barranquilla. Este pueblo fue decisivo en abrir el camino al primer gobierno del cambio en Colombia, y será decisivo ahora en la consolidación del proyecto político del Cambio. Porque no se trata solo de expedir leyes o decretos, se trata de transformar la vida de la gente en barrios como La Chinita, La Luz, El Bosque, Simón Bolívar, Las Nieves, en cada esquina donde la pobreza acaba con la vida digna de la gente. Rebolo es un buen ejemplo de ciudadanas y ciudadanos comprometidos con el cambio.

Como si en una misma casa, unos durmieran en camas de oro y otros en el suelo sin techo. Colombia es hoy uno de los tres países más desiguales del planeta. Aquí, la riqueza y la miseria conviven como mundos distintos, separados por muros invisibles: estratos, clases, y yo diría incluso castas sociales. Mientras unos viven en la opulencia y en el lujo, otros sobreviven a duras penas y pasan hambre.

Hemos sido una sociedad que no solo margina al pobre, sino que lo culpa de su pobreza. Una nación que teme, rechaza y desprecia a los que no tienen, como si la dignidad humana se midiera con el monto de los bienes y los saldos de las cuentas bancarias. No solo se les ha despojado de sus tierras, viviendas y sus derechos: se les ha despojado de su humanidad.

Están los pobres del mundo rural: el campesinado y los pueblos étnicos que han sido condenados al ostracismo y la exclusión, perseguidos y desplazados luego de arrebatar sus tierras, resguardos y consejos comunitarios. Los pobres urbanos, “los nadie”: muchos venidos del desplazamiento rural, pero también los jóvenes sin futuro, las madres cabeza de hogar que han tenido que sacar solas adelante a sus hijos, y han soportado la violencia al interior de sus familias, los pobladores de los inmensos cinturones de miseria, comunas, ciudadelas marginadas, aisladas, carentes de servicios, construidas en las laderas de las montañas o en las orillas de los ríos.

Todos ellos han sido olvidados por el Estado en sus necesidades, despojados de servicios públicos, de vivienda digna, de transporte y empleo, han sido ignorados en su dignidad, en sus saberes,. Muchos viven en zonas de conflicto armado, bajo el fuego y la zozobra.

Y al otro extremo, habitan aquellos que se autodenominan “gente de bien”, no porque sean más justos, generosos o más sabios, sino porque concentran más dinero y bienes. Creen que su valor está en lo que poseen, y no en lo que aportan. En ellos, la riqueza se ha vuelto un escudo para no mirar ni sentir la necesidad y el sufrimiento del otro.

Vivimos en un país marcado por la aporofobia que significa el miedo y desprecio a quienes viven en la pobreza, el culto a la riqueza material y el clasismo a ultranza. Ese ha sido uno de los rasgos distintivos de nuestra nación, y también una de las causas de sus desgracias sociales, y de su violencia endémica.

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Buena parte de ese rechazo, tiene orígenes históricos en que la sociedad colonial produjo un mestizaje generalizado que hizo que criollos y blancos mestizos, nacidos en estas tierras, buscaran diferenciarse de indios y negros para ser reconocidos como parte de la aristocracia colonial.

Dado que la “gente de bien” de esa época no podía ser valorada por su “pureza racial”, que no existía por su condición mestiza, buscó entonces ser enaltecida por su situación pecuniaria, por la propiedad de tierras, de grandes haciendas donde eran explotados esclavos, o en la propiedad de minas y el extractivismo minero.

Como afirma el filósofo Sergio de Zubiría, esta situación buscó ser naturalizada con “la preservación de profundas barreras sociales, la aceptación de jerarquías consagradas por la autoridad y la tradición, el mantenimiento de redes clientelares, la mediación permanente de la iglesia, los militares o caudillos políticos. Las estructuras cimentadas de clase, género y raza se perpetuaron”.

El peso de estos siglos de exclusión, despotismo y Estado elitista fue terreno fértil para el odio y castigo a los “pobres”. Así surgió nuestro propio sistema de castas sociales, nuestra rígida pirámide de estratos en la que abajo, en la base, están ubicados los pobres y quienes viven en la miseria.

Ese sistema logró preservarse en el tiempo, además, a través de la violencia. El despojo de tierras se ha hecho desde entonces ejerciendo la incursión violenta en los territorios, las masacres en zonas rurales, el desplazamiento forzado de millones de campesinos, indígenas y afros.

Esa violencia masiva, entonces, no ha sido solo expresión de odio racial, sino también de odio para buscar la desposesión. El despojo masivo no ocurre por casualidad: requiere un odio particular, profundo, dirigido a justificar la usurpación de lo que pertenece a otros. Como igualmente, de desprecio a las víctimas del despojo, los desplazados rurales y, particularmente, las mujeres desplazadas rurales.

Y mientras tanto en las ciudades, el malestar social ha sido atendido con represión, militarización y judicialización arbitraria. Cualquier forma de organización, protesta o movilización social ha sido tratada como una amenaza, y quienes lideran o participan en estos movimientos son perseguidos o criminalizados.

Así lo pudimos ver con relación a los jóvenes de la “primera línea” en el estallido social.

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Millones de personas en Colombia están siendo condenadas a sobrevivir sin lo mínimo para vivir con dignidad. Más de 17 millones de personas viven bajo la línea de pobreza monetaria, con ingresos que no alcanzan  para cubrir siquiera la canasta básica. Y aún más grave: casi 7 millones de colombianas y colombianos se encuentran en situación de pobreza extrema: sin los medios mínimos para alimentarse, acceder a agua potable, atención médica o un techo digno.

La pobreza no puede seguir siendo el clima natural de nuestras ciudades. Aunque entre 2020 y 2023 el país logró reducir la pobreza monetaria del 42 % al 29 %, lo que demuestra que con voluntad política se pueden cambiar realidades, no podemos ignorar que en ciudades como Barranquilla más de 360 mil personas siguen atrapadas en esa sequía persistente. Y no, no podemos resignarnos.

La pobreza no es solo una falta de ingresos: es una sequía estructural que marchita las oportunidades, seca la esperanza y erosiona los derechos. Combatirla requiere mucho más que medidas puntuales: exige una irrigación profunda y sostenida del territorio social.

Por eso, el cambio que necesitamos no puede limitarse a aliviar la pobreza con paliativos temporales. Debemos asumir la lucha contra este mal como una política de igualdad sustantiva, tanto en el campo como en la ciudad. No se trata solo de repartir gotas de ayuda en el desierto de las desigualdades: se trata de cambiar el sistema de irrigación de los derechos, las posibilidades de desarrollo y los cambios de las condiciones económicas de vida.

Eso implica avanzar hacia una redistribución estructural de la riqueza: una fiscalidad progresiva, reformas sociales profundas, garantía de derechos universales, y una organización comunitaria fuerte.

No basta con entregar subsidios; hay que redistribuir los recursos para que la tierra fértil de nuestra sociedad no sea privilegio de unos pocos.

En ese sentido, una Renta Básica Universal no debe verse como una solución aislada, sino como parte de una estrategia más amplia de igualdad social. Como una lluvia justa que alcance a todos los rincones, no como un rocío que apenas moja la superficie.

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Permítanme entonces plantear la propuesta que, a mi juicio, puede marcar el inicio de una transformación histórica: la superación estructural de la pobreza y el impulso de una verdadera igualdad sustantiva para nuestra sociedad.

Hablo de lo que llamo la Revolución Agraria.

Desde el inicio, nuestro primer gobierno progresista ha postulado que Colombia puede convertirse en una potencia mundial de la vida. Esta no es una consigna vacía: es el reconocimiento de que, gracias a nuestra extraordinaria biodiversidad y riqueza natural, el país tiene las condiciones para convertirse en una despensa agroalimentaria no solo para su propia población, sino también para el mundo.

Pero esta revolución va más allá: es una estrategia de desarrollo económico y social que busca multiplicar la capacidad productiva de la economía campesina y fortalecer sus vínculos con los mercados populares urbanos. No es únicamente una reforma agraria centrada en redistribuir o formalizar tierras para el campesinado y las comunidades rurales empobrecidas.  Así, como ya ha comenzado a suceder bajo nuestro gobierno, lograremos abaratar los alimentos, garantizar la seguridad alimentaria y avanzar, por fin, hacia la erradicación del hambre.

Una transformación de esta magnitud exige sembrar también sobre otros terrenos: el de la infraestructura. Por eso, es prioritario impulsar el Plan Nacional de Construcción de Vías Terciarias, como herramienta para conectar los territorios, dinamizar las economías locales y cerrar brechas históricas entre el campo y la ciudad.

Este plan debe contar con la participación activa de las comunidades, de sus organizaciones sociales y de las juntas de acción comunal, tanto en la ejecución de las obras viales como en la construcción de la infraestructura complementaria en zonas rurales y urbanas.

Del mismo modo, esta Revolución Agraria debe apoyarse en pactos de desarrollo social y económico, como los que ya hemos puesto en marcha en regiones como Nariño, Cauca, Catatumbo. Pactos que reconozcan las voces de los territorios, promuevan la economía popular y siembren condiciones para la paz y la justicia social.

Para que estos procesos florezcan, también se requiere modificar el marco normativo de la contratación estatal, de modo que las comunidades no sean simples espectadoras, sino protagonistas reales del cambio. Que sus organizaciones e instituciones puedan liderar y ejecutar, con transparencia y eficacia, las transformaciones que demandan sus territorios.

Esta no es solo una política sectorial. Es una apuesta por cultivar un nuevo país desde la raíz, donde la tierra, el trabajo y la dignidad estén en el centro del proyecto nacional.

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El estatuto de contratación actual, la Ley 80 de 1993, está hecho para grandes contratistas, no para los comunitarios. Es un sistema que excluye a la gente de a pie, que le cierra las puertas a las juntas de acción comunal, a las asociaciones barriales, a los colectivos comunitarios que son los que verdaderamente conocen las necesidades del territorio.

Esa ley tiene que transformarse, junto a los tres registros (sanitario, mercantil y tributario) que aparecen como filtros u obstáculos para la contratación con sectores de la economía popular.

La contratación pública debe tener rostro humano, rostro comunitario.No se trata de abrir atajos, se trata de que la contratación pública tenga rostro humano, rostro comunitario. Que los contratos de obras públicas, de infraestructura, de programas sociales no queden siempre en manos de los mismos, sino que lleguen a quienes de verdad viven en los barrios populares y saben cómo resolver sus problemas.

Son requisitos pensados para grandes empresas que bloquean a las comunidades. ¿Cómo exigir a una olla comunitaria o a un mercado campesino los mismos trámites que a una cadena multinacional de supermercados? ¿Cómo pedirle a una junta de acción comunal que cumpla con las mismas cargas tributarias de una gran empresa o corporación? Es absurdo. Por eso planteamos un régimen simplificado, pedagógico y comunitario, que permita a las organizaciones populares ser sujetos plenos de contratación, con transparencia, pero sin ahogarlos en requisitos imposibles.

Esto es un cambio institucional profundo. Esto no es un detalle técnico. Porque en la contratación pública es donde se ha reproducido el clientelismo y la gran corrupción. Y si logramos que las comunidades sean contratistas, si logramos que las juntas de acción comunal pavimenten sus calles, que los colectivos juveniles gestionen proyectos culturales, que las asociaciones de mujeres administren programas de cuidado, estaremos golpeando de frente el corazón de la pobreza y la desigualdad estructural, pero además al clientelismo y a la gran corrupción.

Compañeras y compañeros:

El pueblo de Barranquilla y del Atlántico ha demostrado siempre que cree en la innovación y en la esperanza. Aquí nacen ideas nuevas, aquí florece la cultura, aquí se siente la fuerza de la economía popular. Aquí está el talento que puede inspirar a toda Colombia.

El Caribe puede ser pionero en la revolución agraria y todo lo que ella implica: los pactos regionales y territoriales de desarrollo, nuevos modelos de contratación comunitaria, en nuevas formas de combatir la pobreza, en un país que se ha acostumbrado a despreciar a los pobres. Desde aquí podemos demostrar que con organización, unidad y colectividad se pueden lograr transformaciones profundas.

Por eso hoy los convoco: consolidemos juntos el proyecto político del Cambio. Avancemos en la Revolución Agraria. Derrotemos la corrupción con la fuerza del pueblo. Transformemos la contratación pública para que no sea botín de unos pocos, sino herramienta de las comunidades. Hagamos de la economía popular la base de un país más justo. Y sigamos construyendo paz, porque este pueblo caribeño, libre y progresista, ya demostró que sabe respaldar la esperanza.

¡Ustedes son la razón de esta lucha. La esperanza vencerá al miedo, y la unidad de todos y todas nos permitirá consolidar el cambio!

Muchas gracias.

 

 

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