Queridas compañeras y queridos compañeros:
Recibo con profunda gratitud este reconocimiento de las y los docentes y estudiantes de la Universidad Nacional de Colombia; una institución fundamental para el país, a la que le debemos tanto en el ámbito de la educación pública, la investigación científica, el pensamiento crítico y el compromiso con el humanismo.
Es también un honor compartir con ustedes este Día Nacional de los Derechos Humanos, una fecha que no conmemora únicamente un conjunto de principios legales, sino que celebra la memoria viva de quienes han defendido la dignidad humana con valentía, incluso cuando ello les costó la libertad, la reputación o la vida.
En Colombia, los derechos humanos no han sido una dádiva otorgada de buena gana por el poder. Han sido, y siguen siendo, una conquista: el fruto de luchas sociales persistentes, de movilizaciones pacíficas, de la terquedad de miles de personas que se han negado a aceptar la injusticia como un destino inevitable.
Con frecuencia, quienes han defendido los derechos humanos han sido injustamente señalados como peligrosos, subversivos o incluso terroristas. Esta estigmatización ha servido de antesala a la violencia: muchos líderes y lideresas sociales, así como abogadas y abogados comprometidos con la justicia, han sido asesinados tras campañas sistemáticas de desprestigio.
Tal fue el caso de Jesús María Valle, abogado y defensor de derechos humanos, asesinado luego de denunciar públicamente al entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, por su responsabilidad en el respaldo a grupos paramilitares, las empresas Convivir, y por alentar la violencia contra comunidades campesinas como las de El Aro y La Granja.
Otro ejemplo doloroso fue el del médico Héctor Abad Gómez, asesinado en Medellín en un contexto de creciente violencia política y de consolidación del narcotráfico, cuando su voz crítica y humanista se alzaba en defensa de los derechos fundamentales y de la vida misma.
Gracias a esa resistencia colectiva, los derechos humanos fueron incorporados en nuestra Constitución, integrados al ordenamiento jurídico mediante tratados internacionales ratificados por el Estado, y convertidos en leyes que, al menos en el plano formal, hoy nos amparan, aunque con frecuencia se intente desconocerlos o debilitarlos.
Estos instrumentos legales consagran principios democráticos fundamentales:
- La vida se defiende ante toda forma de violencia.
- La participación y las libertades son el cimiento de la democracia.
- Las mujeres no solo poseen los mismos derechos, sino que deben ocupar espacios decisorios en la vida política y económica.
- La equidad social no es un privilegio sino un derecho fundamental.
- Colombia es una nación plural, integrada por pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes, campesinas y urbanas.
- La diversidad sexual no es una amenaza, sino una expresión legítima de nuestra humanidad compartida.
- La paz es tanto un derecho como un deber.
- La naturaleza y la biodiversidad no son meros recursos explotables, sino nuestra casa común que debemos cuidar.
Sin embargo, más allá del reconocimiento legal o jurídico, la pregunta es: ¿cuánto de estos principios se ha hecho realidad? La verdad es que, en muchos casos, siguen siendo apenas formulaciones normativas, promesas no cumplidas.
Por eso es necesario afirmar que, a lo largo de las últimas cuatro décadas, los derechos humanos han tenido una verdadera fuerza transformadora solo cuando han activado el poder constituyente de la sociedad, es decir, cuando han sido movilizados por miles de organizaciones sociales, lideresas y líderes comunitarios, defensoras y defensores del ambiente, del trabajo digno y de la paz.
Con su acción pacífica, su desobediencia civil y su compromiso democrático, estas personas y colectivos no solo impulsaron reformas estructurales, sino que abrieron el camino hacia una nueva cultura de derechos, una cultura que no nace desde arriba, sino desde las resistencias, los territorios y las luchas por la dignidad.
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Una de las tareas más profundas y transformadoras del movimiento de derechos humanos ha sido la lucha de las víctimas de los crímenes contra la humanidad y el genocidio.
Estas víctimas cargan sobre sí el peso de lo más atroz que ha conocido la humanidad: violencias sistemáticas y generalizadas dirigidas contra poblaciones enteras o sectores específicos de ellas; crímenes que no son actos aislados, sino planificados y ejecutados como sistemas, con la participación directa del aparato estatal o de estructuras armadas con poder equivalente al del Estado.
En Colombia, estas prácticas no han sido esporádicas ni marginales. Se han prolongado durante décadas, dejando a su paso una estela de destrucción inmensa y una crueldad especialmente dirigida contra movimientos sociales, comunidades indígenas, campesinas, afrodescendientes, organizaciones políticas y territorios enteros sometidos al genocidio, al despojo, a la persecución y al desplazamiento forzado
Y sin embargo, frente a tanto dolor y tanta impunidad, las víctimas y las personas defensoras de derechos humanos han alzado la voz y protegido la vida. Su persistencia, en contextos de enorme adversidad, ha sido decisiva para sembrar un cambio de conciencia en el país. Han sostenido la verdad cuando muchos querían silenciarla; han exigido justicia cuando otros apostaban por el olvido. Gracias a su lucha, se ha vuelto cada vez más claro que no hay paz posible sin verdad, sin justicia y sin memoria.
Son luchas por la Verdad, la Justicia, la Reparación integral, la Memoria y las Garantías de No Repetición. Y por ellas, Colombia ha empezado —aunque con enormes resistencias— a reconocer estas violencias extremas, y que sus impactos, profundos y duraderos, no pueden seguir siendo negados por la impunidad ni relativizados por el poder político o mediático.
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En este movimiento por la verdad y la justicia, la lucha de las mujeres ha sido esencial, especialmente la de madres y hermanas que convirtieron el amor en perseverante y metódica búsqueda. Las primeras organizaciones en Colombia en esta senda fueron lideradas por mujeres buscadoras de sus familiares desaparecidos. Recordamos a la gran defensora Yanette Bautista, recientemente fallecida, y a doña Fabiola Lalinde. Gracias a ellas, y a las organizaciones de familiares, la desaparición forzada —ese crimen que se intentó ocultar a toda costa— se nombró, se visibilizó y se reconoció como crimen de lesa humanidad.
También están las madres de los jóvenes de Soacha, asesinados en los mal llamados falsos positivos; las madres que buscan a sus seres queridos desaparecidos en la Comuna 13 y sepultados en La Escombrera; las mujeres víctimas de violencia sexual, que han roto silencios para abrir caminos.
Ese ha sido también el proceso del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado. Con perseverancia y rigor, ha logrado establecer la responsabilidad de gobiernos, instituciones, altos mandos e incluso jefes de Estado, en la violencia generalizada y sistemática.
Todas estas organizaciones han puesto rostro, nombre y voz a los crímenes contra la humanidad en Colombia, y han ido erosionando la hegemonía de la impunidad.
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En estos tiempos, he venido insistiendo en que, debido a la profunda degradación moral causada por décadas de violencia, el desprecio sistemático hacia quienes viven en la pobreza y la exclusión, el patriarcado, y el racismo, Colombia necesita con urgencia una revolución ética.
Una revolución que no se limite a denunciar estas formas de deshumanización, sino que transforme de raíz nuestra conciencia individual y colectiva. Una revolución que nos lleve hacia una nueva cultura política y social, profundamente sensible ante la vida, el sufrimiento y la dignidad de los demás.
En este contexto, cabe preguntarse:
¿Qué papel han jugado, y pueden seguir jugando, las víctimas de crímenes contra la humanidad y genocidio en esa revolución ética?
Toda violencia causa un profundo daño ético en la sociedad, pero cuando se trata de aquella que es una violencia extrema y prolongada por períodos históricos, no hablamos de daño, sino de destrucción de la conciencia moral. El desprecio por la vida —y, en particular, por la vida humana— abre paso a la deshumanización, que se instala y se normaliza a medida que la violencia extrema se hace sistemática, omnipresente e interminable.
Cuanto más extendida y prolongada es la violencia, más se erosiona la conciencia moral colectiva y más profunda se vuelve la deshumanización. Una sociedad violenta no solo destruye cuerpos: destruye también los vínculos, el pensamiento ético y la empatía.
Aunque en un comienzo, los primeros actos de violencia extrema suelen ser repudiados por sectores de la sociedad y existe capacidad de indignación,
a medida que los crímenes se hacen masivos y repetitivos, comienza un proceso de olvido y justificación. Se ignoran muchos hechos, se normaliza su existencia y emergen relatos que buscan excusar, relativizar o incluso legitimar lo ocurrido. Se inicia una parálisis moral: la capacidad de reflexión ética se debilita ante la magnitud y duración de la violencia.
En la larga duración de un estado de conflicto armado y criminalidad generalizada, como lo examinó, la pensadora Hannah Arendt, el mal deja de parecer extraordinario y se vuelve rutinario, normal. Ya no se percibe como una transgresión radical, y luego de debilitarse, desaparece el pensamiento crítico sobre su gravedad.
Eso es lo que, luego de tantas décadas, de las atrocidades en masa nos ha pasado en Colombia.
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Frente a este panorama, el poder de la verdad que poseen las víctimas es indispensable. Son ellas quienes, a través de su testimonio, su resistencia y su dignidad, nos devuelven la capacidad de sentir, de pensar y de actuar éticamente.
Son quienes pueden reactivar la conciencia colectiva, poner en evidencia la verdad silenciada y, sobre todo, recordarnos que la vida humana jamás debe ser negociable.
Esa es la semilla de la revolución ética que necesitamos: una transformación que no solo repudie la deshumanización, sino que también reencuentre el sentido profundo de nuestra humanidad compartida.
El poder de la verdad de las víctimas no solo es capaz de derrotar la ignominia de la impunidad, hacer que la sociedad salga del letargo de la banalidad del mal, revivir la existencia de quienes fueron asesinados y desaparecidos, instaurar la memoria de los sufrimientos pero también de las luchas y conquistas que implicó su sacrificio; desenmascarar a los poderosos determinadores de los peores crímenes, sino que además puede llevar a una nación dividida por décadas de odio y violencia, como la nuestra, a la reconciliación y a la paz.
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